Desde que tuvimos conocimiento de la nueva enfermedad COVID-19, transmitida por el virus SARS-CoV-2 y que se clasificó como pandemia, sentimos que nuestra salud estaba vulnerada. Y, por eso, modificamos nuestros hábitos para protegerla. Por ejemplo: mantenemos distancia social, nos lavamos frecuentemente las manos, utilizamos tapabocas o barbijos.
¿Pero sabían que en el mundo hay otra epidemia? Es la obesidad. Tal vez, no la tenemos muy en cuenta porque no es una enfermedad contagiosa.
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Una enfermedad no contagiosa o no transmisible (ENT) se origina por una combinación de factores genéticos, fisiológicos, ambientales y conductuales. Son afecciones de larga duración o crónica y su progresión generalmente es lenta, pero son responsables por el 71% de las muertes en el mundo. Algunos ejemplos de ENT son: la diabetes, la hipertensión, algunos tipos de cáncer, las enfermedades cardíacas, las respiratorias y la obesidad.
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Mientras que una enfermedad infecto-contagiosa se visibiliza más, ya que es causada por un microorganismo patógeno, se puede contagiar de persona a persona (o de animal a persona) y depende de factores socioeconómicos, ambientales y conductuales. Algunas de ellas, como el COVID-19, pueden ser de propagación rápida.
Las medidas de aislamiento y distanciamiento social, impuestas frente a la pandemia, han impactado en los estilos de vida en forma global y también han generando un aumento de estrés psicológico. Estos cambios negativos en los estilos de vida pueden repercutir en nuestra capacidad de respuesta inmunológica frente a una infección.
El sistema inmunitario está compuesto por múltiples elementos que actúan coordinadamente para reconocer agentes infecciosos y montar una respuesta para su eliminación.
Una alimentación balanceada es un factor importante para asegurar un óptimo funcionamiento del sistema de defensas.
Los nutrientes provenientes de nuestra alimentación participan directamente en la producción de diferentes proteínas y células del sistema inmunitario. La deficiencia de algunos nutrientes puede repercutir negativamente en las defensas de nuestro organismo y alterar su respuesta y su capacidad para combatir infecciones causadas por microorganismos.
Una serie de estudios demostraron que las personas con bajo aporte energético y dietas desbalanceadas presentaron mayor inmunodeficiencia y mayor riesgo de infecciones por diferentes patógenos. Además, la infección puede tener efectos perjudiciales sobre el estado nutricional y así se genera un ciclo perpetuado de desnutrición e infección; es decir, la infección puede agravar la malnutrición y la malnutrición agravar la infección.
Por otra parte, el exceso de energía puede desencadenar procesos inflamatorios generalizados, lo que contribuye a enfermedades no transmisibles. En la obesidad, el exceso de grasa induce a una inflamación crónica comprometiendo el sistema inmunitario y los mecanismos de defensa, por lo cual la persona está más susceptible a infecciones respiratorias agudas graves. En la actualidad se cuenta con los primeros estudios (en tiempo de pandemia) que sugieren que las personas con obesidad tienen más riesgo de desarrollar una enfermedad grave ocasionada por COVID-19.
Por eso, la Educación Alimentaria es una herramienta clave para promocionar la salud y hacer prevención de enfermedades.